lunes, 4 de julio de 2016

Las ventas de mi pueblo: reflejo de la vida de sus moradores


Las ventas de mi pueblo (Arafo 1968-1973)

En los finales de la década de los años mil novecientos sesenta y principios de los setenta, mi pueblo, Arafo, contaba con gran número de ventas. En mi entorno se situaban unas cinco, tres de ellas más pintorescas por su sencillez, una un poco más grande, pues en los últimos momentos se dotó de un congelador mientras las otras tres a lo más que llegaron fue tener una nevera de estilo doméstico. Sin embargo, el último que abrió fue la gran innovación, pues tenía ya carácter de supermercado con autoservicio, con un frigorífico/expositor con su gran cristalera y la presencia de dos congeladores lo que le daba mayor prestancia, reduciéndose el mostrador a un pequeño espacio donde destacaba la primera máquina sumadora y a un lado en el suelo las cestas. También era novedoso que los artículos tenían delante su etiqueta con el precio. Ahí hacíamos la compra principal, pero los detalles pequeños seguíamos comprándolos en las pequeñas ventitas. Como este último establecimiento se acerca más a lo que hoy estamos acostumbrados, y dado que no fue el más representativo de aquella época, me voy a limitar a la descripción de una de las más pequeñas.
Me temo que la memoria de traicione y mezclaré la distribución de los productos de cualquiera de las otras, al igual que de algunas marcas puede que el nombre no sea del todo exacto, pero a groso modo es un reflejo de las ventitas de aquel entonces, a las que mi madre me mandaba a comprar y por ser la más próxima a mi casa elegiré la de Indalecia, aunque la llamábamos poniendo una “n” de más: Indalencia.

"La venta de Indalecia" y luego de su hija Argelia (La foto no se corresponde y ha sido tomada de internet por su parecido).
El establecimiento era una pequeña habitación, supongo de unos 20 metros cuadrados, que presentaba dos puertas de acceso con sendas cortinas de la rígida y tupida cretona, la principal y más ancha, tras bajar un pequeño escalón o "chaplón" quedaba a escaso metro y medio del mostrador principal donde, cuando la altura ya te lo permitía, apeábamos nuestros brazos esperando el turno. Por la puerta lateral pequeña se accedía a un estrecho pasillo, que a modo de barra/mostrador tenía un tablón de madera, que servía de bar improvisado. Ahí se despachaba vino de la cosecha familiar o del comprado a un vecino, en algunos casos se acompañaba de un aperitivo casero o de unas sardinas en lata y pan. Esta parte de la venta tenía más asiduos en el horario de tarde, al regreso de los hombres de sus labores en el campo. De mañana, lo más, algún abuelo que los achaques de la edad no le permitían ese duro trabajo, pues la norma social de la época no permitía clientes femeninos.
En el extremo de esta pseudobarra más cercano al mostrador, colocaba el cartón de huevos que por su condición delicada no acompañaba de otros productos. Mi madre nunca compraba huevos aquí porque procedían de la granja que por ese entonces les estaba permitido cohabitar en casco del pueblo, pues ella decía que eran alimentados con esos piensos en los que "cualquiera sabía lo que le pondrían". Teníamos algunas gallinas en un corralito o goro en la parte trasera de mi casa y cuando éstas se “desponían” me mandaba a casa de las vecinas, Nieves, Marta, Cristina, que solían tener un gallinero mayor, pues todas presumían de alimentarlas de forma natural con hierbas, granos de millos y restos de las comidas familiares como papas guisadas, pieles de frutas o de verduras.
Destacaba en la venta su escasez de luz, en parte por no tener ventanas y agudizada por la opaca cretona, lo que obligaba a tener la bombilla del techo casi siempre encendida. Ésta al principio la recuerdo coronada de una tulipa blanca que se me antoja metálica, pero que con el tiempo fue eliminada dejando sola a la desprotegida bombilla.
Recordando la bombilla, me viene la presencia de un alambre metálico situado en lo alto, como a un metro sobre el mostrador. Éste atravesaba la venta por todo el frente, de pared a pared y de él pendían unos retorcidos anclajes del mismo alambre, que servían para sujetar múltiples manillas de plátanos y alguna barra de salami o salchichón envuelto en su papel a resguardo de las moscas y sujeto por el cordel que tenía en el extremo, también le acompañaban las ristras de chorizo perro.
El mostrador era de madera, pintado en un tiempo de verde claro y luego de azul por el frente. En él destacaba un pequeño cristal que dejaba ver los botes de pastillas, recuerdo las blancas que llamábamos de leche de burra, luego vinieron de goma que más adelante tomaron formas de animales. Pese a las pocas exigencias sanitarias de la época si recuerdo que para cogerlas utilizaba una minúscula servilleta y más adelante unas pinzas y nos las iba colocando en aquel papel de empaquetar que era de color gris al que popularmente llamaban “papel vaso”, los chupetes y chicles Bazooka que llevaban un envoltorio interno con una historieta/chiste de Bazoka Joe y su pandilla.

A los lados de esa zona, debía haber algún estante desde donde la señora sacaba una cajita de madera con las monedas de una peseta, medio duro,un  duro, cinco duros, diez duros y en algún tiempo también perras, para devolvernos el cambio.
También de ahí debajo sacaba una caja de cartón donde guardaba los botitos de
los optalidones, los finos tubos de aspirinas, que se vendían por unidades de pastillas “por suelto”, las cajitas de esperadrapo, el algodón también llamado  "guata", palabra hoy en desuso,… En el caso de mi familia nunca los comprábamos ahí, sino el envase completo en la farmacia del pueblo. Se me ocurre que el mancebo, amigo de mi padre, le hablaría del rigor en la conservación y lo tendría convencido.

De igual modo de ahí debajo salían las cajetillas de cigarros negros, con marcas canarias como Record, Rex, Kruger otros como Coronas y ya con menor venta los rubios Chesterfield que fue los que fumó mi padre de joven, Winston, L&M, Lark..., que en aquellos tiempos se podían dispensar a los niños para que lo llevasen a sus familiares varones, pues socialmente estaba castigado que las mujeres fumasen.
Delante de esta zona y apoyado en el suelo estaba el saco del pan, saco de papel donde estuvo la harina de trigo que usó el panadero, este producto gozaba de gran reputación en la isla, hasta el punto que por aquellos años se hizo famoso un piropo que aún los más maduritos recordamos y que decía “Estás más buena que el pan de Arafo”. En esta época habían unas cinco panaderías, algunas eran panaderías/dulcerías. Hago un inciso para recordar entre las panaderías la de Conchilla la de Nievillas, Aresio/Nieves, Valentín el de Cabillo, Constante y los de la Hidalga. Y en dulcerías, mi pueblo también gozaban de gran valoración en  el mercado capitalino y especialmente en nuestra Comarca del Sureste insular, pues no hubo boda ni banquete que no llevara los afamados dulces del pueblo, recuerdo la de Conchilla la panadera, la de Justa, Macrelia,...  Hecho el inciso, decir que nuestros panaderos repartían por las casas y por las ventas. A mi casa venía Conchilla la de Nievillas, con su cesta a la cabeza, apoyada en un ruedo de tela que le protegía del rozamiento, aquella cesta tapada con su pañito blanco con cuadros en azul, dejaba pasar ese olor a pan de leña recién sacado del horno que hoy echo de menos. En una época, mi madre los días que estaba al campo, le dejaba colgada la talega en el tirador de la puerta y la panadera le dejaba allí el pan, pero luego vio más apropiado no dejarlo al sol y pasamos a reservarlo en la venta.
La parte superior de mostrador tenía color madera antigua, a lo sumo pudo tener alguna vez una capa de barniz. Sobre él se hallaba la antigua báscula o "pesa" y en un extremo, una caja dividida en pequeñas gavetas en la primera estaban las madejas para bordar, el rollito de elástico para enjaretar por los dobladillos de la ropa interior (enjaretar palabra en desuso ligado al abandono de esta actividad) y los paquetitos de cinta negra o blanca para bolso de pan, funda de almohadas; las papelinas donde, en ordenadas filas, se sujetaban agujas y alfileres; los “canutos” o bovinas o sea los pequeños carretes de hilo o sedalinas de diversos colores, con las que nuestras madres reparaban y alargaban la vida de la vestimenta familiar que habían sido confeccionadas por las costureras del pueblo. Recuerdo las que frecuentaba con mi madre, principalmente por las fechas de las Fiesta principal: Conchita y Amparo las de Rogelio, mi tía Carmen, Esmirna que hacía pantalones de hombre basándose en el que se le llevaba de modelo, y así evitando que los hombres pasaran a probarse. En realidad todas nuestras madres sabían algo de estos quehaceres pues bordaban su ajuar antes de casarse, por cierto me viene a la memoria que destacaban a Berna y la palmera porque sabían bordar a máquina; pero de forma general a muchas mujeres en su juventud se les enviaba a clase de corte y confección, aunque solo algunas llegaban a ser verdaderas costurera. Mi madre me contaba que ella aprendió con África  y de hecho confeccionaba las camisas de trabajo para mi padre, aún la recuerdo cociendo por la noche sentada a la orilla de la cama y yo vigilándola porque rendida del doble trabajo del día, daba cabezadas y me daba mucho miedo que se le clavase la tan temida aguja, si yo no la despertaba.
 Estos oficios fueron desapareciendo, pues el desarrollo industrial ha traído una gran producción textil a precios asequibles, con la que no podían competir.
 Pegado a los hilos, en  un lateral de esa caja se apoyaba el cuadernos que formaba las hojas de recortables con aquellas muñecas a las que le colocábamos coloridos vestidos de papel que se sujetaban con sus pestañas blancas.Y al otro lado, entongadas, las libretas azules: de cuadros, de una o de dos rayas, le acompañaban unas cajitas de cartón con los “creyones” o lápices de colores, la cajita de las gomas, de las que aún conservo su aroma, los lápices, los bolígrafos, siendo novedad los que contenían cinco minas de distintos colores.
En la parte interior, la pared lateral derecha y la del fondo estaban cubiertas por unas estanterías de madera en las que se disponían de forma ordenada los limitados productos que dispensaban. A mi memoria asoman las latas de leche condensada de las que tenían hasta tres marcas: Campo Verde, La Lechera y las Cuatro vacas, pronto le acompañarían las bolsas de leche en polvo recuerdo marcas como Lita,  y la Millac que aún se mantiene en el mercado y que por entonces la representaban primero un niño y una niña negros, ella con dos cortas trencitas, luego se cambió por dos niños  uno negro y otro blanco que con una pajita o cañita  sorbían leche de un vaso. A esta marca mi abuela la llamaba la leche de los negritos supongo que porque primeramente ellos la representaban y también porque los curas solicitaban limosnas diciendo que era para enviar leche en polvo a los negritos de África que desde mi niñez han estado azotado por las sequías y el hambre, recibiendo solo limosna en lugar de verdadera ayuda de esa Europa que les desvalijó.
El consumo de estos productos lácteos se imponía en las fechas en que las cabras del ganado doméstico estaban preñadas, reduciéndose su uso cuando parían y había leche nueva.
Convivían por esa zona  las pastas de fideos de la marca Isleña y Saula, que al principio también se vendía a granel, en rollos grandes que luego mi madre troceaba antes de echarlos al caldero; le seguían los paquetes de café en grano: Carioca, Caracol, Caracolillo;  esto me recuerda cuando algún familiar venía de Venezuela y traía de regalo un paquete de café crudo que luego mi madre tostaba; El estante se completaba con las
cajitas de madera con el dulce guayaba de la marca "Conchita", que cuando me ponía enferma, mi madre me traía con galletas o pan y que a mi me resultaba muy dulzón y me lo comía a regañadientes; le seguían las latas de jugos marca La Verja, que igual recuerdo me traen, demasiado dulzón y éstas solo aparecían en casa para aliviar la enfermedad, lo imagio recomendación del médico; También ocupaban esta zona las tabletas de chocolate La Candelaria, aún en el mercado, que a mi madre tanto le gustaban ya fuera comiendo una jícara con pan, costumbre que transmitió a mis hijos muchos años después (Jícara de chocolate: palabra en desuso y con la que se denomina cada porción en que se divide la tableta de chocolate) o haciéndolo a la taza. Le seguían las latas de atún y sardinas de cuyas marcas me quiere sonar: Regia, luego Eureka, Isabel...,latas de arvejas. Sin embargo el arroz se vendía a granel y luego empezarían a venir en pequeños saquitos, en cajas de cartón o posteriormente en bolsas al igual que  las lentejas ambos venían en sacos y hacían su recorrido desde el lugar de origen sin protección impermeable, te despachaban las cantidad solicitada y las envolvían en el papel vaso. En el caso de las lentejas luego en casa había que vaciarlas en la mesa para examinarlas antes de cocinar y quitarle las pequeñas piedritas que venían mezcladas con el grano.
Separados de los productos alimenticios, las barras de jabón: el azul que se podía comprar por porciones y que era de usos múltiples, luego vinieron los especiales para fregar: pastillas de la marca Detespum y el Flota que venía en formato circular, las cajas de estropajos de brillo y de verguilla y colgados de un clavo bajaban por la tablilla de la estantería una cadena de estropajos de esparto unidos por un cordón cuyo nudo se hacía y deshacía cada vez que alguien solicitaba una unidad.
También estaban los especializados para la ropa, de color marrón claro: marca El Lagarto y Pucho. Cerca de ellos las cajas de polvos para lavar: el Nuevo Surf que contenía pequeños juguetes de goma dura y los que recuerdo eran guerreros que pasaban a la colección de mi hermano, pero en la tapa superior traían unas estrellas pintadas que se reunían para canjear por utensilios domésticos en casa de Sergita. De este mismo sector eran las bolsitas de Rol, de Nieve que a veces traían de regalo una traba o pinza de la ropa. En esta zona  a mi vista resaltaban las pastillas de añil, envueltas en aquel papelito a rayas blanco y azul que tanto me gustaba, que luego nuestras madres pasaban a un trozo de tela y anudaban bien, para utilizarlo cada vez que lavaban la ropa blanca, pues en el último aclarado se mojaba la pastilla en el el gran cubo de agua o “baño de lavar” y en esa agua anilada se sumergía la ropa blanca para que tomara ese color azulado que reflejaba una limpieza perfecta por la que competían nuestras madres en las liñas de la ropa de cada azotea. Siempre me llamó la atención lo que se  esmeraba mi madre en sus tendidos, los iba ordenando por tamaños, a su vez separaba la blanca de la de color y esta última la ordenaba gradualmente por tonalidades más próximas, ¡Una obra de arte!. 
Esto me trae al pensamiento la dura vida de nuestras madres que alargaban el día de trabajo para poder atender a tantos menesteres: tras poner las ropas en remojo, las frotaban en la pila o tanquilla de lavar, las aclaraban, anilaban y torcían a mano las largas sábanas, toallas o las pesadas mantas....Y peor nuestras abuelas que tenían que llevarlas a los lavaderos públicos por no estar la red de distribución del agua potable. 
Terminaba esta franja con la columna de productos para el aseo personal: jaboncillos aún en el mercado como: Lux, Heno de Pravia, Palmolive, Camay…los pequeños envases de champoo, una bolsita de plástico resistente en forma de cuadradito de 4 cm de lado, los venían de mora, menta y de huevo que se abrían cortándoles uno de los vértices. Le acompañaban las papeletas con las filas de trabas negras del pelo o de horquillas con la que mi abuela se recogía el pelo, formando un rollito o moño que en muchas ocasiones ocultaba su pañuelo negro.

En esta sesión también pequeños botitos de colonia como el de la marca Heno de Pravia y posteriormente la de hombre, la conocida Varon Dandi. Igualmente tenía su lugar los botitos de brillantina, algo parecido a la gomina de hoy en día.
Igualmente en este sector estaban los útiles para el afeitado masculino: maquinilla manual permanente, hojilla desechable que tal vez por su agudo corte venían protegidas con doble envoltura, por fuera de papel blanco con la marca "Guillette" en letras en azul, marca aún en el mercado, y por dentro de papel de seda blanco; las brochas para enjabonar y el jabón de afeitar. Me viene a la memoria yo niña observando a mi padre cuando se enjabonaba la cara y tensando la piel comenzaba a pasar la maquinilla. Luego se le sumaría el Floid para después del afeitado, que fue uno de los regalos típicos para el cumpleaños del padre.
 En aquella época de obligado recato femenino, aún no se había incorporado la  depilación de axilas y piernas.
Barra de jabón de afeitar
Brocha para el afeitado
Fueron novedosos los primeros desodorantes de barra (roll on) como el de la marca tulipán que aún se ve en los mercados. Muchos de estos productos pasaron a la ventita, pero en un principio se vendían en lo que yo llamaría hoy estanco, propiedad de Mina y Pepa o en la venta de ropa de Palanda, esta última si mantuvo en exclusiva la venta a granel de la laca de pelo que usaban nuestras madres, para lo que llevábamos el botito difusor, así como el  pulibril para reparar la madera de los muebles, que dicho sea de paso eran obra artesana de nuestros carpinteros locales. Recuerdo a Efraín, Maestro Domingo, José Daniel, Marcelino,  hoy profesión casi extinguida, pues cada época ha de adaptarse a su desarrollo económico más ventajoso y estos oficios artesanos no pueden competir con el mercado que trae del exterior muebles de producción industrial, pero que nos hacen tan dependientes de que el transporte marítimo y aéreo no falle.

Cerca de esta zona perfumada, tenían su espacio las pequeñas latas de betún, que se aplicaban a los zapatos por medio de un cepillito y al final se frotaban con un trozo de tela para dejarlos brillantes. Junto a los anteriores una pila de lonas de goma, de tela blanca para hombres y de tela negra con cinta que se sujetaba entrecruzada a lo largo de la pierna o las de color azul, ambas para las mujeres. Al lado las bolsas con los guantes de goma, para proteger las manos de las manchas que dejaba la faena agrícola y que diferenciaba a las que no necesitaban trabajar fuera del hogar y por tanto era más afortunadas, de las que si lo necesitaban, pues estas últimas tenían doble jornada y sin retribución ninguna.
Delante de éstos colgaban de un clavo aquellas pamelas de rafia o palma que con su cinta azul sujetaban nuestras mujeres para protegerse del sol en sus faenas en el campo, en ese entonces estar moreno no tenía buena consideración social, no provenía de ir a la playa sino de trabajar duramente. Me viene a la memoria que mi madre siempre le cambiaba esa cinta azul y la sustituía por una de color negro.
En un extremo de la estantería lateral estaba la gran lata de pimentón (el pimiento molido) del que la sra. extraía con una palita o cuchara, la cantidad correspondiente al dinero que el comprador pretendía invertir en ello, y que ella iba depositando en un trozo del socorrido papel vaso. Lo más que me gustaba era las curiosas dobleces que le hacía la ventera con el fin de que el envoltorio quedara lo más hermético posible y no se derramara y lo terminaba en una lengüeta triangular.
Próximo al pimentón los paquetitos de azafranes y colorantes “Carmencita”. Cerca de estos los paquetes individuales de Galletas Ring Ring con el enanito pintado en el envase o la lata de galletas a granel, depósito que luego usaban mi abuela y mi madre para guardar el gofio, mezcla de trigo y millo tostados en casa y removidos con el remejequero y que luego llevábamos primero al molino de Fidelina y José "risita" y al cierre de éste  a otro de los existentes, el  de Alfonso y Paula, aunque también estaba el molino de gofio de Mario.
En lugar protegido, la mantequillera con su plato y tapa, que solía guardar medio paquete de margarina La Niña. Y lo propio para el trozo de queso blanco que unas veces era del elaborado por el cabrero y otra por alguna de las vecinas debido a que sus cabras recién paridas le proporcionaban más leche de la que consumían en casa, en esa época sin inspección sanitaria.
En esa parte interior del local próximo a esas estanterías, sobre unas tablillas, en el suelo, había cajas de algunas frutas y verduras. A diferencia de hoy en día, en esa época la agricultura era una fuente importante de la economía familiar por lo que muchas familias cosechaban al menos para el autoconsuno y tenían siempre algún árbol frutal, adaptando la dieta a los productos de temporada. De igual forma nunca se vendían papas en las ventas pues prácticamente todas las familias las cosechaban y el que no, le compraba un saco a algún vecino.
En esa zona destacaba también la caja del pescado salado, por ser un producto de gran consumo y que se superaba cuando llegaba la dura Semana Santa, donde las autoridades religiosas imponían ayuno mañanero a nuestras madres, consumo de pescado al estar prohibido la carne de animal terrestre, que en la radio solo se escuchase música sacra y que a ruego de las mujeres de la familia, los niños no alterásemos mucho con nuestros juego infantiles.





 Próximo al pescado estaba el bidoncito de madera con las sardinas saladas rígidamente colocadas en círculo y que se vendía al granel, más tarde vinieron en bolsa azul con cierre hermético. El pescado fresco lo traían, caminado barranco arriba, las pescaderas de Candelaria que a cambio del trueque por nuestras frutas y verduras, nos dejaban un exquisito pescado: conejos, fulas, congrios, chicharros, sardinas, bogas., que servía de "conduto" a las tan recurridas papas guisadas o para una buena cazuela de pescado. Luego fueron " los coches del pescado" los que con su altavoz pasaban por las calles y se paraban en un punto a donde acudían las vecinas a comprar el pescado traído de la Dársena de Sta. Cruz. Hoy en día se mantiene alguno de estos coches pero ya acondicionado para que el producto esté refrigerado, a pesar de que se hace uso de pescados  congelados y que hasta los pueblos han llegado los hipermercados que venden pescado fresco.
Otra caja era ocupada por los cuadraditos o "penca de tocino salado" de procedencia de la matanza o "muerte de cochino" de algún vecino, y que servían para obtener el aceite con que aderezar el cocido o de acompañamiento ya fuese en escaldón o sola,  pues la carne aunque no se consumía con mucha frecuencia se obtenía de la lenta producción del ganado familiar para autoconsumo: conejos, pollos, gallinas, baifos y cabras e incluso se hacían caldo de pichón de paloma principalmente para cuando los niños estábamos enfermos,  y  con menor  frecuencia también cochinos pues éstos suponían mucho trabajo. Algunas familias vendían parte de esta producción, principalmente cuartos del cochino aunque también del resto, pues todos debíamos festejar con ricos salmorejos de conejo, sopas de caldo gallina o carne de cochino asada, las Fiestas de guardar que la imposición eclesiástica determinaba.


Próximo a ellos estuvo primero la caja de botellas de cristal que contenían el aceite la “estrella azul”, que creo no era de oliva , también algunas ventas vendían el aceite a granel, pero mi familia pasó pronto a la distinguida aceite de oliva en latas, recuerdo marcas como la Giralda, Betis  u otras aún presentes en el mercado como La Fragata, Carbonel...



Frente a éstas cohabitaban las humildes botellas de aceite de otras semillas (girasol, cacahuetes..), recuerdo la que popularmente llamaban de la crucita o de la cruz amarilla y que mi abuela, adoctrinada en aquella dura época de la dictadura y el catolicismo, solo usaba para encender su lucita de algodón o del pabilo en la cruceta, en honor a los santos que, a modo de altar, ocupaban una mesa en su sala o "el cuarto de allá" y que eran acompañados periódicamente por la capilla ambulante con la imagen de la Auxiliadora.
Delante se situaba la garrafa de las aceitunas, se dispensaban improvisando, con el papel vaso, un “cucurucho” o cono invertido, que llenaban con un pequeño cucharon/colador que en ese momento emanaba de la ancha boca del botellón y cuando ésta fuera taponada, lo dejarían colgado de una de las asas. Para mi eran una auténtica delicia, aún recuerdo con nostalgia lo ricas que me resultan esas aceitunas, hasta el punto que a veces cuando íbamos al Cine de mi pueblo, mis amigas y yo en el descanso salíamos a la ventita que se situaba en frente, que era una de las tres pintorescas que se situaban próximas a mi casa, y comprábamos cartuchos de aceitunas en lugar de las golosinas de la cantina del cine o del "carrito de golosinas" de la cercana plaza.
En el lado derecho del mostrador se hallaba el saco de tela blanco con el azúcar, pues ésta también se vendía a granel y se empaquetaban en unos “cartuchos” de papel marrón, pues la invasión del plástico no había llegado. Una vez más mi ventera mostraba sus habilidades a la hora de cerrar el cartucho con aquellas dobleces rematadas por los extremos con una doblez hacia el interior. Estos cartuchos eran muy valorados y se doblaban y guardaban para el uso familiar ante la falta de envases y bolsas.
Mi madre nunca compraba azúcar en la venta, ella adquiría uno de esos sacos en un salón de venta al por mayor "El salón de Roberto", que había próximo a la plaza de mi pueblo y que repartía por las casas con su furgoneta.
En cuanto a las medidas higiénico/sanitarias el saco de tela no tenía otro material protector que evitara que el alimento se contaminara o humedeciera a través de esa tela, tras su larga travesía en las bodegas de los barcos y posterior traslado, en cambio en casa si se le protegía de la humedad poniendo un papel en el suelo. Con la invención del plástico se ganó en protección e higiene de los alimentos, e incluso con envasado al vacío, aunque por otro lado el exceso  de uso del mismo y su lenta degradación ha contribuido a la masificación de basuras e incluso a la contaminación de los mares produciendo muerte de peces y tortugas por asfixia, motivado por la falta de sensibilidad humana a controlar el uso y reciclar, pero deseo creer que empieza a aflorar la consciencia de que ese daño se vuelve contra nosotros y eso motive a todos colaborar en su uso racional .
 En esa época de escasez,  mi madre ponía esa tela en remojo con agua y lejía para que blanquease y se borraran las letras rojas y la dejaba reluciente para reutilizarla confeccionando las talegas de la compra y la específica talega del pan, a las que decoraba con bordados con hilo de color.
Frente al vértice que unían las dos zonas de mostradores se encontraban los complementos a la hierba y plantas forrajeras de la dieta del ganado doméstico: los sacos de millo, afrecho, el envase era de tela de pita, elaborados con fibra de las piteras y posteriormente apareció el pienso en grano y molido, en bolsas de papel de varias capas y que era muy resistente. El pienso era una mezcla diversa de componentes y con hormonas que facilitaban, a los que aceptaron ser sus usuarios, el engorde poco natural del hasta entonces ecológico ganado doméstico. 
Estos productos del ganado también se vendían a granel, pero exigía llevar desde casa la talega de tela correspondiente, lo que nos recuerda que esta fórmula, por un lado significaba el interminable trabajo de las mujeres que confeccionaban ésto y tantas otras cosas, por otro lado ayudaba a acumular menos basura, a gastar menos materiales, pues el único gasto que ocasionaban era su lavado periódico y su uso se prolongaba en el tiempo, pues finalmente se reutilizaba como paño para la limpieza.
Una vez más me planteo el tiempo que se invertía en solo preparar el sustento diario, pues tener ganado doméstico suponía buscar forraje para los animales, distribuirlo en sus comederos, a los hombres les tocaba limpiar los habitáculos o "goros" que eran dignamente espaciosos frente al hacinamiento de las granjas. Todo esto era un trabajo añadido para los miembros de la familia, de ahí que yo recuerdo a mi madre aún con sus treinta y tantos, siempre muy ocupada, pero era la manera de tomar huevos, carne, leche y derivados sin gran coste económico, pues su valor ecológico de alimentación sana en muchas casas, con el uso de los piensos, ya dejaba mucho que desear
Este modelo de vida, en décadas posteriores, hasta en los pueblos, fue haciéndose incompatible con  los nuevos oficios y ha ido siendo derrotada por la ganadería industrial de fuera de las islas, importándose carnes y leches desde cualquier lugar del planeta. 
La esquina con los sacos también servían para sentarse los abuelos mientras degustaban su vasito de vino.
Próximo a los sacos, daban un toque de modernidad unas cajas de La Casera, gaseosa que comprábamos en contadas ocasiones, así como la caja de madera con los envases de Cerveza Dorada CCC, luego la Más y la Tropical, envases todos ellos obligatoriamente reciclables si querías volver a llevar el producto, pues de no ser así pagabas un extra por el mismo. En cambio el vino era otro de los productos de producción familiar, pues la mayoría de los vecinos sembraba en el borde de las huertas o canteros, una carrera de parras y siempre dejaban parte de la uva para "encerrar el vino" necesarios para mojos, salsas o bebidas de nuestros familiares principalmente masculinos, aunque bajo el resguardo de la casa, nuestras mujeres podían tomarse un vasito con la comida. De igual forma era casero el vinagre procedente de estos vinos. 
En el caso de Indalecia se justifica que la ventita vendiera vino pues hacía de pseudobar y nuestros hombres sí que lo tomaban en los bares del pueblo o en la bodega de los amigos en sus horas de ocio. 
Al fondo del estrecho pasillo del improvisado bar destacaban unas cajas en el suelo, una con la lejía Taoro en sus botellas de cristal marrón y en las otras el zotal, el perfumado como primer producto para limpieza de suelos y baños que llegó a nuestras ventas y el negro como desinfectante en la zona del ganado .
También en ese lugar apartado estaba la botellita de flit, el insecticida que luego en casa vaciabas en su "aparato para el flit" que funcionaba con un émbolo para dispersarlo por la habitación. Afortunadamente mi madre no soportaba ese olor y nunca en mi casa lo sufrimos, ella expulsaba las moscas que se le colaban en las habitaciones persiguiéndolas con un paño hasta llevarlas a la puerta o la ventana abierta y cerrando de inmediato.
Detrás de estas cajas y apoyadas en la esquina, destacaban las escobas de palma con
mango de caña, que luego fueron superadas por los escobillones de fibra, y en el suelo, los cepillos para frotar los pisos de madera o los paños especiales para fregar el piso de mozaico, duro trabajo que obligaba a nuestras madres a arrodillarse en el suelo y con el cubo de agua al lado ir limpiando y rehumedeciendo el duro cepillo o el paño. 
Luego se inventó el haragán, con un mango de palo que acababa en una tablilla en la que colocar el paño a su alrededor, lo que permitía hacer el trabajo de pie, con el tiempo se inventaría la fregona o mocho.
Otra curiosidad 
Al final de la compra era llamativo como hacían la cuenta, iban anotando los precios de cada artículo en el famoso papel vaso y hacían gigantescas sumas sin error, demostrando una gran capacidad para el cálculo mental. De igual forma asombraba que a pesar de que los productos no tenían etiqueta con el precio delante, éstos estaban en la memoria de la ventera, y rara vez te cobraba distinto, lo que hablaba de su fiabilidad.
También se puso de moda el programa de la "Carabana de la simpatía" que a través de la radio comunicaban en que pueblo iban a estar esa semana y los vecinos esa mañana estaban atentos a ver en que calle paraban pues los encargados del programa  tocaban en la puerta de las casas y la dueña tenía que presentar los productos que tenían  de las marcas colaboradoras en el programa y dependiendo de cada empresa, cada producto tenía un determinado premio en  metálico; recuerdo que una vez le tocó a mi madre y llegó a conseguir 1000 pesetas. Siempre hubo algún familiar que si se enteraba de la calle donde habían parado, se acercaba a llevar a escondidas lo que ella tenía de esas marcas exigidas.
Volviendo a nuestras ventitas, decir que a pesar de la sencillez, tenían un poquito de todo lo más necesario para la subsistencia y destacaba la pulcritud que tanto establecimiento como dependienta transmitían.
Con la aparición del frigorífico tipo familiar, el queso, la mantequilla, los salchichones y chorizos pasaron a mejor conservación, y hasta nuestra ventera llegó a hacer polos de Coca-Cola y Fanta en las cubetas del pequeño congelador que había en la parte superior del frigorífico y les ponía un palillo higiénico como mango.
Dado que he recordado a los protagonistas de otros oficios aquí mencionados, intentaré hacer un recordatorio de que otras ventas habían por aquel entonces, a riesgo de olvidar alguna: las próximas a mi casa en el Barrero: Indalecia, Rosalía, Evarista y por el otro extremo Nilo/Candelaria y El supermercado de Aníbal; cerca de casa de mi abuela, en la Morra: Sira, Antonio y Lola/Luis; por la plaza: Frasquita la de Amilcar, Néstor/Efigenia, Paco; por el Lomo Elba, Carmela y luego Teresa; por el Aserradero Pedro/Teresa y Luisa; por el Barrio del Carmen: Elba y Sito.
Otras tiendas con carácter de estanco: las mencionadas Pepa y Mina, Sergita y Mª de los Ángeles la de Polo que también ejerció de primera librería. De ropa: la mencionada Palanda, Carmela la de Pepe y la tienda de Miguel, más tarde se sumaría Isabelita. De tiendas de zapatos la única fue Adolfo, aunque también ejercía de zapatero remendón, oficio al que también se dedicaban Luis y Andrés, encargándose todos ellos de alargar la pervivencia de nuestro calzado e incluso de fabricar zapatos para los que no conseguían número, pues contaban con un molde para ello. Esta actividad también ha sufrido la reconversión industrial y hoy a modo de taller reparador solo los hallamos en los municipios vecinos. 
No obstante, a pesar de contar con estos pequeños comercios para la compra de ropa y calzados también solíamos acudir al vecino municipio de Güímar que al ser mayor tenía mas variedad y mejores precios. Y era ahí, concretamente en casa de Baltazar, donde mi madre compraba los útiles de la cocina que iba necesitando: platos, bandejas, calderos, ... No recuerdo si es que en ninguna de las tiendas de Arafo lo había o si ella tenía otras razones para ello. También había que ir a Güímar, a casa de Margarita, por los botones y cremalleras para el vestido que nos hacía la costurera. Aunque recuerdo que a mi me compraron muchos vestiditos hechos, en la tienda  "Modas Marisa"de Güímar.
Me viene la memoria que por el pueblo venían los coches de  "El baratillo"  que con al sonido de su pita y del anuncio que hacía la acompañante, obligaba a las vecinas a asomarse a ver que traían, era  especialmente de ropa: sábanas, colchas, mantas....
Pero las protagonistas diarias de la subsistencia del pueblo eran las ventas de comestibles y demás productos del día a día, y a pesar de la pequeña modernización que fueron sufriendo, siempre conservaron ese ambiente familiar, cercano, de confidencias entre las vecinas, pues era muy raro que los hombres hicieran la compra, o  charlas con la ventera que al final era la que mejor conocía la vida del vecindario. En detrimento de este lado humano y afectuoso también hay que admitir que en la venta surgían comentarios e intromisiones en la vida de los demás con carácter malicioso, de ahí el temor que todos teníamos en aquella sociedad amedrentada por el fascismo, la doctrina y la falsa moral, de que nuestros actos estarían sometidos ineludiblemente al “qué dirán".
Una vez más me he sentido muy feliz de escribir notas como éstas,  pues me ha servido de motivación para recordar y reflexionar sobre algunos aspectos de nuestra existencia de hace más de cuarenta años, porque aún con las dificultades de aquel entonces, es nuestra vida, la que compartimos con nuestros seres queridos: los abuelos, padres, hermanos, tíos, primos, amigos de la niñez y al estar unido a su amado recuerdo la agarramos y a veces sobrevaloramos con la intensa fuerza del cariño y la nostalgia.

En Candelaria a 29 de mayo de 2016

Mari Carmen Gil Hdez.





1 comentario:

  1. Cuántos recuerdos me ha despertado :) Y se me ha puesto una sonrisa desde las primeras líneas que no se me borra jejeje
    Todo esto me ha animado a escribir sobre las ventitas a donde me mandaba a comprar mi madre cuando era pequeña :)
    Un beso

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